ESCUCHAR EL VIENTO

 

Las carlingas abiertas, las botas especiales y las gafas protectoras han desaparecido. Se imponen las cabinas estilizadas, el aire acondiconado y los parabrisas de cristal antirreflexivo. Nunca pensé que tomar conciencia de esto como algo definitivo me iba a resultar tan perturbador. Debo aceptar las comodidades y la capacidad de operar en malas condiciones atmosféricas que poseen los aviones ligeros modernos... pero ¿es el unico criterio para disfrutar de un vuelo?

Disfrutar fué la única razón por la que muchos de nosotros comenzamos a volar; queríamos probar el estímulo que produce. Quizás en el fondo de nosotros mismos, mientras llevamos hacia el cielo una cabina de ala semialta, pensamos "No es exactamente lo que yo esperaba pero es volar, y supongo que tendré que conformarme con ello".

Una cabina cerrada protege de la lluvia y le permite a uno hasta fumar un cigarrillo con imperturbable calma. Esto es una gran ventaja para los vuelos por instrumentos y los fumadores empedernidos. ¿Pero es realmente volar?

Volar es sentir el viento y la turbulencia, el olor del escape y el rugido del motor, una nube húmeda en la mejilla y el sudor bajo el casco. Nunca he volado en un avión de cabina abierta. Nunca he escuchado el viento en los cables ni sentido que sólo un cinturón de seguridad me separa del suelo. Pero lo he leido y sé que alguna vez fué así.

¿Nos ha condenado el progreso a ser un grupo anónimo que se encarga de llevar un cuadro lleno de instrumentos desde un punto A a un punto B?. ¿Es posible que toda la emoción que nos produce volar consiste en decir que mantuvimos las agujas centradas durante todo el aterrizaje por instrumentos? ¿Puede consistir el goce de volar en lograr constantemente ciertas comprobaciones con una diferencia de más o menos 15 segundos? Quizás no. Por supuesto que los instrumentos y las comprobaciones son importantes, pero ¿acaso el viento en la cara y el crujir de los cables no tienen también su lugar?

Hay viejos pilotos cuyas raidas bitácoras de vuelo se detienen en las diez mil horas. Ellos pueden cerrar los ojos y volver a sentirse en el Jenny, con el viento de la hélice tamborileando sobre la tela del fuselaje. Toda la emoción de la ráfaga de viento que acompaña un viraje en pérdida vuelve a sus corazones cada vez que ellos quieren. Lo han vivido.

Pero yo no la llevo conmigo. Yo comencé a volar en un Luscombe 8E, en 1955. No había cabinas abiertas ni cables para pilotos que se iniciaban. Era un aparato cerrado, y pintado con colores chillones, pero me llevaba por encima del tráfico de las carreteras. Yo pensaba que eso era volar.

Luego ví los Nieuports de Paul Mantz. Toqué la madera y la tela y los cables, que permitieron a mi padre mirar desde arriba a los hombres que luchaban sobre el barro de la tierra. Nunca experimenté esa deliciosa y emocionante sensación al tocar una Cessna 140, un Tri-Pacer o incluso un F-100.

En la Fuerza Aérea me enseñaron a volar aviones modernos con sistemas eficaces; allí no era necesario proteger el anemómetro. He pilotado T-Birds y F-86, C-123 y F-100. El viento nunca me ha rozado el cabello; tendría que atravesar la carlinga ("ATENCION. No abrir a más de 50 nudos IAS) y luego el casco ("Señores, una pulgada cuadrada de esta fibra de vidrio puede resistir el impacto de una fuerza equivalente a 40 kgs). Una máscara de oxígeno y una visera baja completan mi separación de todo posible contacto con el viento.

Ahora tiene que ser así. No se puede enfrentar a un MIG con un SE-5. Pero el espíritu del SE-5 no tiene necesariamente que desaparecer, ¿verdad?. Después de aterrizar en un F-100 ("Corte gases cuando el tren de aterrizaje principal toque tierra, baje el morro, suelte el paracaidas y aplique los frenos hasta que pueda sentir el sistema antibloqueo") ¿por qué no puedo dirigirme a una pequeña pista de hierba y despegar en un Fokker D-7 con 150 caballos de fuerza en el morro? ¡Daría cualquier cosa por esa posibilidad!

Mi F-100 puede superar la barrera del sonido, pero yo no siento la velocidad. A los 12.000 metros, el monótono paisaje se arrastra lentamente bajo el depósito eyectable, como si me encontrara en una zona en que rige un límite de velocidad de 40 kilómetros. El Fokker alcanzará los 170 kilómetros por hora, pero a 150 metros y al aire libre, por el placer de hacerlo. El paisaje no perderá su color debido a la altura, y los árboles y arbustos conservarán la precisión de sus contornos. Mi anemómetro no será una esfera con una línea roja en algún sitio sobre Mach 1, sino que el mismo sonido del viento se encargará de decirme que baje el morro un poco y esté atento al timón de dirección porque este avión no aterriza solo.

- ¿Construir un aparato de la Primera Guerra Mundial con un motor moderno? ¡Por ese dinero se podría vd. comprar un avión moderno de cuatro plazas!

Pero no quiero uno de esos aviones. Yo quiero volar.

 

[Modificado de Richard Bach, "El Don de Volar", Editorial Vergara]

 

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